Marina llevaba dos años en el instituto cuando conoció a la que sería su maestra favorita, Fátima. Era una mujer que apenas rozaba el metro sesenta, pero tan nerviosa y habladora que su presencia se sentía a kilómetros. Todo lo contrario a la joven, a quien los profesores en muchas ocasiones habían reprendido por su apariencia ausente en clase. La creían distraída, pero siempre terminaba aprobando con buenos resultados las pruebas finales. Un día, Fátima le consoló:
“¡Eres como el David, el de Miguel Ángel! Siempre tan rígida... Yo soy más como el de Bernini, me impulso con el cuerpo entero, arranco con todo. El otro David solo muestra algo de rabia en sus ojos... pero al final los dos van a tirar la piedra.”
Lo cierto es que historia del arte era una de las pocas materias que realmente “impulsaban” a Marina, la hacían viajar muy lejos en tiempo y espacio de aquel pueblo que la retenía. Era el pueblo más lejano al centro de la ciudad, ni tan siquiera los pájaros tenían mucho interés en transitarlo. Rodeado por altas y oscuras montañas rocosas, reprimía el ansia de cualquier ave (y persona) de adentrarse en él. Pero estos terroríficos gigantes de piedra no impidieron la llegada de los prof-bots, bloques de acero de dos metros con un único ojo escarlata programados para dar clase.
A Marina le eran indiferente la llegada de estos cíclopes de hojalata, hasta que día a día observó junto a sus compañeros la desaparición de sus profesores en detrimento de los recién llegados. Todo acabó (o empezó) un lunes, cuando la joven comprobó que Fátima, la última profesora entre androides, había sido también reemplazada. No lloró, gritó o pataleó, pero aquella noche visitó a solas las montañas.
Durante su siguiente clase de historia del arte, Marina permaneció serena como siempre, lo que hizo aún más imprevisible que, a minutos de tocar el timbre que dictaría el final de la lección, abriera su mochila de un tirón, sacara una piedra del tamaño de una manzana y esperara tres segundos exactos en los que el profesor robot giró su cabeza para recibir un impacto letal en el ojo. La fractura, hecha añicos color carmesí, no solo derribó al gigante, sino que apagó a todos los demás de su especie.
Gracias a Marina, los auténticos profesores retomaron su actividad a la mañana siguiente. La profecía de Fátima se había hecho realidad: Marina lanzó la piedra, y nunca más la figura del maestro se volvió a poner en entredicho en aquel pueblecito de las montañas.